Joseph Joubert nació en Montignac-le Comte y murió en Villeneuve-sur-Yonne en 1824. En 1778 se estableció en París. Ferviente defensor en un primer momento de la Revolución, con algunas de cuyas instituciones colaboró estrechamente, se sintió más tarde, debido a algunos excesos, decepcionado. En 1800 conoció a Chateaubriand, quien sería uno de sus mejores amigos, al igual que Louis de Fontanes. Durante el Imperio, y gracias a las recomendaciones de este último, consiguió un puesto de inspector de universidades y, poco después, de consejero. Según Sainte-Beuve, no abandonó durante esa etapa «sus lecturas, sus sueños, sus charlas, bastón en mano, prefiriendo pasear diez millas que escribir diez líneas». Caminar y aplazar la obra, ése parece ser el lema de Joubert, a quien Maurice Blanchot dedicara uno de sus textos más encomiásticos: «Joubert y el espacio», incluido en El libro por venir (1959), y del que sólo teníamos en español hasta hoy la breve, pero excelente, selección de sus pensamientos que en 1995 llevara a cabo para la editorial Edhasa Carlos Pujol. «En Joubert he encontrado el magisterio que brota tanto del silencio, paradójicamente, como de la templanza.» (Leonardo Sciascia) «Joubert es el secreto de algunos. Sus lectores, raros, han llegado a formar una especie de sociedad secreta...» (Georges Perros) «La presente traducción fue publicada por primera vez en 1982 por Jack Shoemaker, de Nort Point Press,pero el libro no suscitó sino indiferencia entre los críticos y lectores norteamericanos. Fue objeto de una sola reseña (en el Boston Globe) y sus ventas han de haber ascendido a algo así como ochocientos ejemplares. Por otro lado, poco después de su aparición, pude constatar de manera asombrosa la pertinencia de Joubert. Había regalado un ejemplar a uno de mis más viejos amigos, el pintor David Reed. David tenía un amigo que había ido a parar a Bellevue a raíz de una depresión nerviosa, y David, cuando fue a visitarlo al hospital, le dejó el libro de Joubert, en préstamo. Dos o tres semanas más tarde, cuando el amigo de David salió por fin del hospital, lo llamó para disculparse por no poder devolverle el libro. Después de haberlo leído, se lo había pasado a otro paciente. Éste, a su vez, a otro, y , poco a poco, el libro de Joubert había dado la vuelta a todo el departamento. Tal era el interés que despertaba, que se formaban grupos de pacientes en la sala común para leer fragmentos en voz alta y discutirlos. Cuando el amigo de David pidió que le devolvieran su libro, le respondieron que ya no era suyo. ‘Es nuestro» (Paul Auster, del prólogo a su traducción de los Cuadernos de Joubert.)