Jack London (San Francisco, 1876-Glen Ellen, 1916) “vivió cuarenta años y escribió cuarenta libros”, según dijera Ernest Hemingway, uno de sus más atentos lectores. Durante décadas se le consideró fundamentalmente un aventurero (marino, explorador, obrero del ferrocarril, vagabundo, buscador de oro, ranchero…) que escribía, y no un intelectual (de raíces socialistas) con unas “dotes portentosas para la narración de acciones y pensamientos”, como lo definió Raymond Carver. Su capacidad para la descripción de paisajes agrestes y personajes casi siempre rudos (con ese uso magistral de los animales, fundamentalmente de los perros, como contrafigura, en expresión suya, de “lo mejor que hay en los seres humanos”), añadida a una gran economía de lenguaje y una singular brillantez en el desarrollo de la acción, son, sin duda, la base de una de las cumbres de la literatura norteamericana de todos los tiempos, a medio camino entre la generación de los Melville, Hawthorne, Poe, Thoreau o Whitman y la llamada generación perdida: Dos Passos, Faulkner, Steinbeck, Fitzgerald…
Autor de numerosas obras maestras, como La llamada de lo salvaje (1903), El lobo de mar (1904), Colmillo blanco (1906), El talón de hierro (1908) o Martin Eden (1909), basadas buena parte de ellas en su propia vida, London se sirvió de su experiencia en el Klondike como buscador de oro para escribir Encender una hoguera, considerada su mejor obra en formato breve.
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