El camino de los difuntos
París, a comienzos de la década de 1980. Javier Ibarrategui, antiguo militante de ETA durante el franquismo, solicita que se le mantenga el asilo político en Francia (a pesar de que ya hay democracia en España), pues cree que si vuelve al País Vasco podría ser asesinado por los GAL. Para el gobierno francés se trata de un asunto muy delicado. ¿Qué hacer entonces?
El jurista François Sureau, uno de los novelistas franceses más prestigiosos del presente, tenía menos de treinta años entonces y se vio involucrado en distintos casos que, con el telón de fondo de conceptos como piedad, culpa o perdón, finalmente conformaron su idea de la justicia y de la verdad.
Una novela autobiográfica que se puede definir con dos palabras que riman: brevedad e intensidad. Una obra bellísima y exacta. Gran éxito de crítica en Francia.
«Ibarrategui era un caso completamente distinto. Había nacido en Zestoa, Guipúzcoa, en 1940. Tras cursar los estudios superiores en letras, había vuelto a su tierra en calidad de maestro. Era militante de la causa vasca, pero aún más del antifranquismo. Se había alistado en ETA y había ocupado un cargo importante en la organización clandestina. Después de ser objeto de una intensa persecución tras los primeros atentados contra el franquismo, se marchó en 1969 a Francia, donde obtuvo el estatus de refugiado. Llevaba diez años viviendo allí humildemente, absteniéndose de toda actividad militante, como si algo en él se hubiera roto. Había trabajado en un taller mecánico en Quimper, y luego, durante los años posteriores, en una librería de París. Cuando se produjo el asesinato de Carrero Blanco, en 1973, escribió un pequeño texto para desaprobar el atentado, texto que se publicó en varias octavillas clandestinas y que tanto sus antiguos compañeros como algunas voces autorizadas de la extrema izquierda francesa le reprocharon. Casi lo habían olvidado tras tanto tiempo en silencio.»
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